sábado, 1 de octubre de 2011

Por Mí y Por Todos Mis Amigos.

 En el parque de Westrose, todos parecían felices. Era como una especie de norma que debía cumplirse. Si entrabas por la puerta principal, lo primero que te encontrarías sería, seguramente, un grupo de niños jugando al pilla-pilla, sonrientes, y, no mucho más lejos, madres alborotadas porque la ropa de sus hijos no sobreviviría a aquella tarde.

 Si sigues un poco más adelante, el estrecho camino que hasta ahora recorrías se convierte en un amplio espacio de verde hierba, con un rincón decorado con arbustos de formas, al estilo de Eduardo Manostijeras, y un montón de flores alrededor, preciosamente cuidadas. Estaba prohibido el paso, y hasta ahora ningún desalmado había roto la norma, por miedo a la furia colectiva. Ese era el único espacio decorado del parque. Se había intentado ampliar, pero los niños juguetones y los perros con ganas de hacer sus necesidades habían destrozado las semillas de hierba antes de que les diera tiempo a ver la luz del sol por primera vez.

 En los bordes del césped, había múltiples bancos a la sombra, donde personas de todo tipo llevaban a cabo las más extravagantes acciones. A ver, no es que la gente solo hiciese el loco en aquel lugar. También había abuelitos dando de comer a los pájaros, parejas acarameladas (de esas abundaban, inexplicablemente), madres peleando con sus hijos para que se tragaran la merienda... En fin, lo que hay en todos los parques. Sin embargo, también había chicas de mi edad, que, por si os interesa, es de diecisiete años, con el altavoz del Ipod conectado, y bailando como locas; parejas enseñandose a patinar MUTUAMENTE... (si, ya sé que suena extraño, pero es totalmente cierto) En fin, miles de actividades que podrían acabar en desgracia. Por eso yo iba tanto. Me gustaba observarlos y adquirir nuevas ideas para mis historias.

 Como podréis imaginar con esto último, sí, soy una escritora. Aunque yo me considero una Recolectora de Historias y Sueños. Me encaja mejor.

 Pues eso, cada tarde que puedo, cojo mi portatil, ganado después de muchos berrinches y súplicas con mis padres, (más súplicas que berrinches, pero que le vamos a hacer) y me dispongo a llenar mi cabeza de ideas que despues, en la intimidad de mi espaciosa habitación y con una buena taza de chocolate, me dispondré a redactar.

 Podría considerarme famosa. Tengo un blog bastante conocido, con más de seiscientos seguidores, aunque yo no creo mucho en esas cosas. Para mí, seguidores no son los que juzgan un blog por la primera entrada que aparece, sino los que lo juzgan después de haberselo leído entero, de haber llorado y reído con sus historias, de haber entendido a la escritora a la perfección, después de haberse identificado con un personaje. Entonces, podían considerarse seguidores. Mientras tanto, nada de nada.

 Así que ese día, con mi portatil en la mano y mi cabeza llena de ideas listas para salir, me senté en un banco a la sombra, y me dispuse a observar el entorno.

 Media hora después, tras haber centrado mi atención en el gordo y feo vendedor de helados de la esquina, y haber comenzado a escribir una historia sobre un pobre chico de catorce años obligado a trabajar de vendedor de helados para pagar las deudas de juego de su padre, y mientras lo plasmaba en mi ordenador, recibí un mensaje, un mensaje corto, pero, sin embargo, con mucho significado en su interior.


 "Ven lo antes posible. Roby sta n l hospital"


 No podía creermelo. ¿Roby, mi mejor amigo desde la infancia, la persona a la que consideraba casi ese hermano pequeño que nunca tuve, en el hospital? Imposible. No podía ser cierto. Sin embargo, lo era. El mensaje lo había mandado su hermana. No era una broma.


 Salí corriendo, dolida y asustada.

 Mi chaqueta, mientras tanto, seguía en el banco, donde un hombre, de unos treinta años, la cogió, sonrió, y se la llevó.

 Pero eso yo no podía saberlo.

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