Londres, 1 de Enero de 2013
Stella había estado caminando todo el día por la ciudad.
Como hacía normalmente durante el día, mientras no podía comenzar a trabajar.
El atardecer estaba comenzando a caer, y a ella no le gustaba moverse mucho por
calles oscuras desde que a su compañera Lana le rajaran la garganta. A decir
verdad, le habían hecho un favor, Compartían esquina, era una competidora. Pero
no quería sufrir su misma suerte.
Entró en una
cafetería, prácticamente vacía. El camarero la miró de arriba abajo; botas de
caña alta, medias de rejilla, minifalda, top ajustado, americana grande y
ancha, maquillaje corrido, moño deshecho. Era prácticamente como si llevase un
cartel diciendo: Me voy a ir sin pagarte.
Se acercó, sin
intentar disimular lo molesto que le resultaba que la chica hubiese entrado en
su bar.
-¿Desea algo?-
preguntó, impaciente.
-Una botella de agua
estará bien.- Contestó Stella. El camarero no estaba desencaminado; no pensaba
pagarla.
Stella observó la
cafetería más cuidadosamente; tenía aspecto de no haber sido reformada en
décadas, con sillas antiguas que chirriaban bajo el peso. Dos o tres ancianos
dispersados por todo el local ocupaban las mesas. No tendría que correr mucho
esa vez para irse.
De pronto, una
melodía llegó hasta sus oídos. Una melodía que había escuchado por primera vez
un día de verano, que le había abierto una herida en el corazón que seguía
sangrante desde aquel entonces. Una melodía que causaba furor entre el público,
pero que a ella le hacía saltar las lágrimas.
Miró hacia la
pantalla del viejo televisor, y allí lo vio: Pelirrojo, ojos azules, pálido y
con pecas cubriendo su rostro. Sudadera verde, vaqueros gastados. Como la vez
que lo conoció.
Stella lo recordaba
perfectamente. Un día de primavera. Ella estaba sentada en un soportal, un fajo
de revistas en la mano y las lágrimas corriendo por su rostro y estropeándole
el maquillaje del día anterior. La gente pasaba por delante de ella; ninguno se
giraba a ayudarla, algunos se atrevían a observarla por el rabillo del ojo. A
Stella le daba igual.
-Señorita… ¿está
usted bien?- escuchó, de pronto, a su derecha. Se giró. Un chico, el mismo que
estaba observando ahora mismo en el televisor, le miraba, con ojos preocupados.
Se lo contó todo.
Pasaron la noche hablando sobre ella, su vida, sus problemas, su infancia, sus
errores… Todo. No se dejó nada. Y él la escuchó. Le hizo creer que la entendía.
.Volveré, Stella.- le
había dicho, con una sonrisa.- Lo prometo.
Y ella le creyó.
Y le esperó. A la
noche siguiente, y la siguiente, y la siguiente… Se sentaba en el mismo
soportal, aguardando, paciente, a que viniese a por ella. A que la salvase.
Y luego llegó la
canción.
Sólo fue en ese
momento, tres meses después, cuando se dio cuenta de que la había estado
engañando.
-Con todos ustedes…
¡Ed Sheeran, el cantautor del momento!- exclamó el presentador una vez el chico
terminó su canción.
Esa canción.
Esa canción,
encerraba toda la vida de Stella, todos sus secretos. Para muchos podía
significar una preciosa composición, pero para Stella era su vida.
Lloró, de rabia.
Estaba enfurecida. Humillada.
Pero, a pesar de eso,
ella seguía esperando.
Ese día, y siempre.
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